“… Este indio, llamado Lempira, que significa SEÑOR DE LA SIERRA, convocó a todos los señores de la comarca, con los cuales y los naturales juntó 30,000 hombres; persuadióles el cobrar libertad, siendo cosa vergonzosa que tantos y tan valerosos hombres, en su propia tierra se viesen en la miserable servidumbre de tan pocos extranjeros; ofreció ser su Capitán y ponerse a los mayores peligros…”
Antonio de Herrera
Historiador
“Y de la épica hazaña en memoria
La leyenda tan sólo ha guardado,
De un sepulcro el lugar ignorado
Y el severo perfil de un peñón.”
Himno Nacional de Honduras
1538
Guaymura era el nombre indígena de aquella tierra tropical, exuberantemente pródiga en vegetación. Los iberos la denominaban, Las Hibueras o Higueras y posteriormente, Honduras. Guaymura, tierra de montañas empinadas apretándose, enroscándose en el centro para evadirse como serpientes monstruosas en busca del agua de los océanos Atlántico y Pacífico. Cumbres y más cumbres. Cerros y más cerros. Valles pletóricos de vegetación extraña, hechicera, fascinante. Riachuelos parlanchines resbalando entre riscos para caer en las planicies, ya rugientes y bravos, también en busca del beso violento de los mares. Guaymura, una parte del Istmo entre las inmensas regiones de los Aztecas en el norte y las altivas cordilleras de los Incas al sur del continente nuevo.
Por ahí, en Guaymura, disgregados varios pueblos indígenas señoreaban en sus dominios territoriales forjando los eslabones de su vieja historia; con sus costumbres propias, su religión politeísta e idolátrica, sus lenguas, sus sistemas políticos de tribus y cacicazgos, su sociedad clasista, sus afanes de vivencia libre. En las zonas de la costa norte estaban los pueblos Caribe, Taguasca y Misquito; al este los Payas, Ulbas y Albatuinos; en el sur, viendo hacia el Pacífico, los Chorotegas y Chontales; Cares y Potones al sureste-oeste; al occidente los Chortíes o Chortises; más al centro-suroeste los Lencas y al centro los Xicaques y Alcatecas. Once tribus de mayor importancia con sus lenguas propias, sus rencores, sus disputas y sus guerras.
Tal los pueblos autóctonos de la Guaymura que descubierta a los ojos ávidos de los súbditos de los Reyes de España, Fernando e Ysabel, estaban siendo conquistados con la convincente violencia de los arcabuces y espadas y por el dogmatismo no menos violento de los sacerdotes con la cruz cristiana y católica.
Las botas españolas cayendo por todos los rumbos iban hoyando valles y montañas, venciendo torrentes y crestas, tribus y señoríos, catequizando, esclavizando, aniquilando pueblos, destruyendo ciudades y caseríos, fundando nuevas con nombres españoles, buscando oro con una locura incurable, soñando en ciudades fantásticas como hechizados por la respiración de las selvas tropicales y las maravillas inéditas del nuevo mundo. Ya Puerto Caballos y San Pedro de Puerto Caballos habían sido fundados. Ya Cristóbal de Olid había sido asesinado en Naco por Francisco de las Casas y Gil González Dávila. En Punta Caxinas se levanta Trujillo y en el sur la Villa de Jerez de la Frontera de la Choluteca. También la Batalla de Toreba había enrojecido de sangre hispana la tierra de Guaymura y Andrés de Cereceda dejado su huella despótica y cruel. Don Pedro de Alvarado había cruzado sus ambiciones insaciables de sur a norte, diezmando enemigos indígenas, repartiendo tierras. Y el viejo Hernán Cortés había cruzado desde México hasta Hibueras agregando pueblos y tierras a sus dominios, buscando a sus Capitanes traidores para castigarles. Y ahí cerca se los Lencas, de los Cares y Potones, Juan de Chávez había fundado la villa de Gracias a Dios, para dejarla luego, casi huyendo a la agresividad de los dueños de las tierras.
Así era entonces. Y el Adelantado don Francisco de Montejo, ex combatiente al lado de Hernán Cortés en México, había sido nombrado Gobernador de Hibueras haciendo su sede en Gracias. Frente a la resistencia indomable de los guerreros que le acosaban, libró allí la más ruda lucha de conquista, la más sangrienta y decisiva de la zona.
Guaymura era el nombre indígena de esa tierra misteriosa y bella poblada por dos millones de seres color de cobre; y era para el calendario de los hispanos el año de gracia de mil quinientos treinta y siete. Y allí, en la parte occidental, donde Lencas, Cares y Potones tenían su patria, sucedió esta historia de heroísmo, traición, dolor y superstición.
En la ciudad de los Lencas
Los guacamayos gritando jubilosos buscan ya los follajes de los pinares o de los caraos y tamarindos altivos. En las hondonadas anochece para los pájaros y los reptiles y hay despertar para cucuyos y lechuzas. Sin embargo, en los picos de las montañas aun el sol pone su achiote de crepúsculos en los ponchos de neblinas que miran a occidente. En los resquebrajados bajíos de profusa vegetación, es de noche porque allá nacen primero las sombras entre los murallones naturales y los cercos pétreos que han construido los hombres para sus fines guerreros.
Lepaera está vigilada por los altos moles del Coyocutena, atrás Cerquín, Piedra Parada, Congolón, y van encadenándose como muralla, Azacualpa, Cerro del Broquel y Gualacapa. Pareciera como si guerreros cíclopes las hubieran levantado para fortificaciones. Inexpugnables, imponentes, neblinosas, sólo franqueables para los cóndores y para los hombres de la tierra que conocen sus vericuetos y han construido escalas colgantes, túneles, murallas y viviendas en las cavernas. Hay poblados en las cumbres, en las hondonadas, en las planicies cercanas donde hacen sus cultivos. Allí vive el pueblo lenca.
En Cerquín, en la falda inclinada que concluye en una planicie corta fertilizada por un riachuelo de aguas claras, está pisando la noche. Está ahí el poblado de Lencaliure. Las principales casas son de piedra y muchas enclavadas en las rocas de los riscos. Por doquiera se ven pieles de pumas, tigrillos, jagüillas, jaguares, venados, que con esteras de hojas de palmera o de mezcal, tapizan paredes. Hay un semicírculo en un patio grande como anfiteatro al aire libre al que se sube por escalas de piedra. Una plataforma, también de piedra, sirve de altar de sacrificios y un ídolo toscamente tallado, parece dominar con sus ojos sin luz todo el poblado y el panorama que está a sus pies como en humilde reverencia. Más arriba, cortada verticalmente, un tramo de pared rocosa que va hasta la mitad de la cumbre; de su alféizar natural, penden escalas de cuerdas; por ahí es el ascenso a la cima.
El ídolo es Kukulcán, Dios de la guerra; le hacen compañía otras representaciones de dioses menores de jaspe y barro. El Dios de las Lluvias, el Dios de los Vientos, la Diosa de los Partos. Quizá son esos dioses las individualizaciones de las cuatro fases del Dios Chac, el antiguo Chac de los Mayas, porque están coloreados de blanco, de amarillo, de rojo, de negro. Hay muchas viviendas de bahareque y tierra, los jacales; no hay propiamente calles, pero los patios son empedrados y en declive. Muy antes de llegar a la planicie, se corta la ciudad con un parapeto de piedra a la altura de un hombre. Desde allí, hacia el norte, a unas tres leguas se ven las casas rojas de otra población en un recodo del río. Está cercada con muros de tierra, piedra y maderos. Y se ve una plaza amplia que es el tiangue para la venta y permuta de productos en los días de mercado.
Rojas lenguas de hogueras en los patios de Lencaliure pletóricos de indios. Grupos sentados en el suelo. Y con el ojo avizor, centinelas en los puestos de vigilancia con lanzas en las manos, el arco y el carcaj de flechas a la espalda. Los guerreros están pintados de negro y rojo. Es un campamento militar de los Lencas. Uno de los tantos, porque cada ciudad es una fortaleza. Es hora de comer en Lencaliure. El murmullo estridente de voces, gritos y risas, parece agitar el ambiente que se va poniendo más frío. Los trajes de las gentes ponen un colorido singular. Los hombres son musculosos, cobrizos, medianos; andan semidesnudos; se cubren las partes pudentes con un sayal como taparrabo; llevan pulseras de piel en los brazos y piernas con adornos de conchas y huesos y aquellos que son jefes, sustentan morriones calcados de plumas de colores y con el símbolo de su Tótem. Muchas lanzas de madera resistente de guayacán con puntas de pedernal o hueso. De los carcajes asoman las agudas flechas.
Las mujeres usan una falda de colores llamativos de una sola pieza arrollada a la cintura, es el refajo y, a pesar del frío de las alturas las jóvenes solteras y las núbiles están desnudas en sus tórax acanelados, mostrando sus senos como frutos de jícaro, duros y robustos. Las adultas casadas llevan un poncho azul o rojo que es el güipil. Y las que son madres cargan sus niños menores a la espalda. Casi todas llevan pulseras con cuentas relucientes y dientes de animales. De las orejas penden aderezos y las cabelleras lacias y rebeldes relucen por las mantecas y el aceite de zapoyol con que se lustran. Los niños desnudos, chillan.
En cercos de piedras o estacas de mangle dormitan jolotes y palomas rungas, algún venadillo o tepescuintle que fueron cazados con trampas. Ya no gritan ni remedan el lenguaje de los hombres, los loros y pericos prendidos de estacas o bejucos, porque dormitan. Por doquier animación y charlas lencas. Huele a carne cocida, a yuca, a ñame y atol de maíz. Sobre ellos el peculiar olor del sudor y de las grasas que sirven de afeites. Consumen chicha en jarros de arcilla o guacales de calabaza. Las hamacas de cabuya y esteras de palma de pacaya, se ven por todos lados, inclusive afuera de los jacales en pleno cielo. Las hamacas sirven de lecho. El embudo de las hondonadas se va poniendo más negro, y la negrura de la noche sube hacia el firmamento donde agonizan los últimos crepúsculos. El penacho de las cumbres se va diluyendo en las sombras y se abre el panorama celeste de estrellas que parecen estar ahí cerca y que alguno, estirando el brazo, podría atraparlas como a un cucuyo fugaz. El viento frío y silbante asusta a las hogueras de pino. En el poblado de la ribera del riachuelo se encienden los gritos humanos con las lenguas rojas de las chimeneas.
En el patio espacioso, frente al altar, sentados en círculo sobre pieles suaves conversan un grupo de señores, discuten, gesticulan, mientras más allá vigilan guardias robustos quietos como ídolos de piedra. En las casas principales murmuran mujeres. Las vestiduras de estos hombres son ricas y todos llevan morriones de plumas llamativas y los símbolos totémicos del Cóndor. Son jefes del pueblo lenca con sus amigos. Hombres de rostros endurecidos, de rasgos marcados de violencia y ojos de carbón pero relampagueantes cual azabaches; pintados de rojo y negro sus rostros. Discuten con calor pero todos demuestran respeto ante uno que tiene el morrión más alto, los puños más robustos y fuertes y lleva de sayal la piel de un jaguar. Es el Señor de la Sierra. Y es el que preside la reunión que comenzó desde temprano de la tarde y aún entrada la noche continúa.
Varias mujeres que calzan sandalias de cuero, alimentan las hogueras en el patio principal; se mueven sutilmente, con pasos cortos pero cadenciosos. Los collares relucen por la luz. Cuando el Señor de la Sierra hace un gesto peculiar, dos jóvenes indias llevan jarrones de jade con balche que distribuyen entre los presentes; es una bebida fermentada de hidromiel que sólo toman los Halach Uinic.
Frente a Lempira está el Señor de los Chortís el gran Copán Galel, de la vecina tribu de Copantl, descendiente pobre del rico Señorío de Payaquí o Hueytlato cuya grandeza enorgullecía a su linaje.
—La guerra contra los Cares y Potones —dice con voz sonora el jefe lenca— debe terminar. Los Dioses lo ordenan. Hace muchas lunas que aparecieron los hombres blancos como plaga de chapulines en milpa. Donde pasan, hasta la hierba secan.
—Los Dioses anunciaron su llegada, Señor —observa uno cuyo rostro viejo está pintado de azul como todo su cuerpo; es el adivino y sacerdote de mayor jerarquía—. Los Oráculos de Yamalá hablaron precisos.
—Guarda tus palabras, buen Chilán. Sabemos la palabra de los Dioses, ahora escuchemos la palabra de los hombres. Soy Lempira, jefe de mi pueblo lenca. Aquí están mis amigos, Señores poderosos, Copán Galel, enemigo de ayer: hoy noble hermano. Aquí están los kalek de Alcalteca, de Xicaques, de Teconliztagua, de Macholoa, Señores de pueblos aguerridos. Es la palabra de nosotros la que dirá hoy lo que debemos hacer frente al peligro de los invasores.
—Kukulcán habla en tu boca, Lempira amigo —dice el xicaque Señor de Taulabé que lleva como símbolo totémico una Tortuga—. Repito que debemos unirnos para hacer la guerra a los blancos extranjeros. Ya hemos probado la lucha separada. Cuando pasó el Tonatiú salvaje, mató centenares de cares en pelea; mató centenares de potones; innumerables xicaques e innumerables chortises. En la costa arrasó, con los caribes. Todos peleamos. Pero a todos nos diezmó aliado con el Dios Ah Puch que es nuestro viejo enemigo. Cada pueblo ha luchado por sus tierras, sus ciudades, su libertad, pero solos, como pelea el jaguar. Debemos juntarnos y pelear como las jagüillas, en manada. Yo digo como Lempira: la guerra contra el Señor Etempica, debe terminar y con el apoyo del gran Padre Itzama, ¡venceremos!
—Taulabé, estoy contigo. Mi pueblo alcalteca no entrará más solo al combate. Irá con todos vosotros, nobles Señores. Mirad como nos baten los soldados blancos con sus monstruos y sus truenos, se plantan en nuestras tierras, nos roban las mujeres, nos hacen esclavos. Esto debe terminar como dice el Kalek Lempira. Yo pido al Halach Uinic Copán Galel, que se una a nosotros con su pueblo.
—Muy bien —dice Galel levantando sus robustas manos—. Doy mi palabra al Señor de la Sierra y a todos los Kalek amigos, que partiendo de hoy, los chortises de mi reino entrarán unidos a vosotros teniendo a Lempira como Jefe Mayor.
—Tu palabra es palabra de Halach Uinic —mirándole con benevolencia y amistad—. Nosotros confiamos en vuestra lealtad de hermanos.
—Estoy a vuestro lado —reafirma el jefe chortí poniéndose de pie—. Y como prueba de lealtad y alianza con el gran Señor de la Sierra, voy a darle en este instante uno de mis tesoros más amados. Kalek y Chilanes servirán de testigos.
Levanta el brazo altivo en dirección a la casa de piedra cercana y llama estentóreo:
—¡Izchaila! Ven, acércate a nosotros.
Del grupo de mujeres, sutilmente se desliza una joven de andar de gacela. Luce ricos aderezos. Es doncella puesto que sus senos erectos andan libres como torcaces picoteando el aire.
—Ordena, Padre y Señor a tu hija Izchaila. ¿Qué quieres de ella?
Los jefes y adivinos se han puesto de pie y Lempira observa con mirada sorprendida la belleza de la mujer chortí, cuyas pupilas suaves acarician cuando se posan en las gentes. Copán Galel habla enérgico:
—Izchaila es la luz de mis ojos y el aire de mi nariz. Es núbil y tiene toda la protección de Ixchel y de Itzama. Aquí, ante todos vosotros, hermanos de raza, cedo al Señor de la Sierra mi hija Izchaila para su desposada, es hija de Lixapú y de Copán Galel. Esta unión será la fraternal alianza de chortises y lencas, para siempre. Tómala Lempira, te la brinda mi corazón; ella es tenue como el plumaje de un gorrión y fuerte como el corazón de un guayacán.
Izchaila graciosamente se arrodilla a los pies de Lempira y éste la hace incorporar presto tomándola de una mano que tiembla cual venadillo timorato. Ella sonríe viéndole y en sus ojos hay un brillo extraño que Lempira recibe con un despertar de anhelos viriles. Da un paso hacia Copán Galel y se inclina mientras éste retorna la zalema.
—No tengo para corresponder tu grandeza y bondad más que mi poderío que pongo a tus manos como un aliado de raza. Que el gran Kukulcán bendiga nuestra alianza de pueblos. Acepto a tu hija como el más preciado don del pueblo chortí.
—Que todos los dones de los Dioses caigan sobre vosotros —sentencia el sacerdote anciano levantando sus delgadas manos.
—¡Así sea! —repiten todos inclinándose. Lempira da media vuelta llamando en voces altas:
—¡Linya, ven! —Y cuando una india robusta pero ágil viene hasta los nobles guerreros, Lempira le dice—: El Gran Copán Galel me da a su hija Izchaila para esposa. Es prueba de unión entre chortís y lencas. Los Dioses no se oponen. Linya, ¡oh! mi segunda esposa, no me has dado aún ni un hijo para ofrecer a Copán Galel. No importa. He de aceptar a Izchaila. Para cuando Ixchel lo mande, pasarás a residir a mis dominios de la Canguacota con todas tus sirvientes.
—Mi Señor, tus palabras son órdenes —expone Linya con voz gutural aprobando lo que su esposo manda y que no está en contra de la ley lenca. Ella ha sido la segunda esposa, pero él puede tener las que desee sin que medie un rencor.
Linya se aproxima a Izchaila y tomándola de los brazos la atrae hasta su pecho como si fuese una hija.
—Eres linda como la flor del copal y de la caza-luna y buena más que el maíz y el agua. Digna eres de mi Señor y de ocupar su hamaca —y dirigiéndose a Lempira— ¿cuándo será la boda?
Lempira medita y al mismo tiempo que contesta a Linya se dirige a los nobles presentes.
—Podría ser cuando Ixchel muestre su labio y el Dios Serpiente sale al comenzar la sombra, pero pienso que será mejor al pasar la guerra, esta guerra contra los invasores blancos. Que sea la boda el día de nuestra victoria, cuando limpiemos nuestros campos de la plaga que les arrasa.
—¡Que así sea la voluntad de Lempira y la voluntad de los Dioses!
—Cachorro de Jaguar —llama Lempira y un guerrero se le presenta rápido—. Tomad vuestros soldados y partid al instante hacia los campos de nuestros enemigos cares. Negociad una entrevista con el Señor de Etempica para pasado mañana en Piraera su ciudad. Y tú, sabio Chilán —dirigiéndose al hechicero anciano —informad a nuestro pueblo de que vuestro Señor de la Sierra ha dispuesto tomar por mujer a Izchaila, hija de Lixapú y Copán Galel, para el día de la victoria contra los blancos.
—Tus órdenes, Señor, serán cumplidas inmediatamente.
Los nobles guerreros vuelven a sentarse. Lempira da lugar a su lado a la princesa Izchaila de los chortises de Copantl, mientras Linya con otras mujeres brinda manjares suculentos y bebidas a todos los amigos.
Por el poblado ya se oyen los cornetazos de los caracoles y los tambores sagrados anunciando la buena nueva.