Como de hierro oxidado
Lucas Reyes a los catorce años salió de la escuela primaria con notas de sobresaliente, mucha fama como futbolista en el equipo escolar, con un metro setenta de estatura y sin ninguna perspectiva para seguir estudios de secundaria o pasar a la Escuela Normal y hacerse maestro. Con el producto del trabajo de su madre en una fábrica textil no podría sostener los estudios de su único hijo y cuyo padre había muerto años antes cuando Lucas estaba muy pequeño. Como solución inmediata y por consejo del director de la escuela, Lucas obtuvo al año siguiente una plaza de maestro en la escuela rural de la aldea de Miraflores, a unos sesenta kilómetros de la ciudad, al pie de las montañas de Sulaco.
Pequeña, triste, aislada la apacible aldea con sus chozas disgregadas entre una arboleda sombrosa junto a un riachuelo de cristalinas aguas. La escuela aún estaba sin concluir: le faltaban las puertas y ventanas y para cubrir las aberturas en la noche se colocaban esteras y varas tratando de evitar que se metieran cerdos o asnos. Una mesa, una silla y un pizarrón era todo el mobiliario; cada alumno tenía que llevar su banco o taburete para sentarse, pues de lo contrario solamente le quedaba el piso de tierra. Ningún pupitre; ningún material didáctico; ninguna ayuda oficial.
Una treintena de niños divididos en dos grados iban saliendo del analfabetismo. Sencillos, descalzos, desnutridos, pero inteligentes y activos bajo los jirones de sus ropas sucias y antiguas. Para los niños como para sus padres, la escuela significaba un sacrificio económico que a veces tenían que cubrir con especie. Lucas en su primera experiencia de trabajo pedagógico se desempeñaba bien desarrollando los puntos del programa oficial de educación rural con mucho entusiasmo y cariño por la docencia. Ya en el último año de la primaria había practicado la enseñanza dando clases a grados inferiores bajo la dirección de los maestros y no lo había hecho mal pues tenía para ello vocación. Ahora en la escuelita de Miraflores, sintiéndose responsable por los resultados finales, ponía toda su voluntad y capacidad para realizar su trabajo enseñando lo elemental a la niñez campesina. En la práctica y sin contar con los materiales necesarios se las ingeniaba para cumplir las necesidades con aquello que podía encontrar en el ambiente.
La seriedad de Lucas, su carácter muy concordante con su desarrollo físico lo hacían aparecer como un joven salido ya de la adolescencia. Entre los campesinos de peculiar hurañez y desconfianza para la gente extraña, una vez pasada la primera etapa de lógicos recelos al conocer al maestro forastero, fue captando simpatías y hasta confianza, cosa ésta muy difícil en la gente del campo que siempre ve en las personas de la ciudad un natural explotador armado de burlas y discriminación. Le llamaban “el preceptor”, con mucho respeto y fueron ganados por Lucas para que colaborasen en el mejoramiento de la escuela. Fueron los padres de familia y, en general, los mozos campesinos, los que trabajando en común pusieron al fin puertas y ventanas al edificio, reconstruyeron el techo de tejas e hicieron el cerco del huerto escolar. También trajeron un enorme tronco de pino para que sirviera de asta para la bandera y proyectaron, por iniciativa del maestro, construir bancos y pupitres rústicos para los niños. Con los jóvenes hicieron un campo de fútbol pequeño en medio de la aldea. Quizá lo único que muchos campesinos no vieron con buenos ojos en el profesor fue que al practicar el balompié se pusiera calzoneta pues lo consideraban propio de muchachos y no de preceptor.
A los tres meses de trabajar en la escuelita y convivir con los campesinos, Lucas Reyes había olvidado un tanto sus querencias de la ciudad y su acelerado ritmo de vida. Se había amoldado fácilmente a la apacibilidad y a la sencillez de las gentes cuya limpieza de alma era tan diáfana, y compenetrado de lleno en su labor con la treintena de chicos bullangueros. Ya los días se pasaban insensiblemente más porque trabajaba horas extras para poder cumplir con el alto número de alumnos.
Pero pronto dejó las horas extras. Lucas, con sus quince años estirados como tira de hule, no podía ser indiferente a la muchachada de la aldea. Había una quincena de chicas jovencitas que a pesar de andar descalzas y pobremente vestidas y muchas analfabetas, eran muy atractivas, frescotas de juventud campesina aunque tímidas y hurañas. En los primeros tiempos Lucas solamente observaba a las muchachas tratándolas con el mismo respeto sin definir preferencias, pero más tarde le comenzó a rasguñar el pecho cierta inquietud pasional. Entre ellas había una de nombre Camelia. Diecisiete años rollizos, de grandes ojos negros, curvas exultantes que tenían la fugaz cautela de una venada, cutis moreno claro como la miel de abeja que cuando ella acarreaba agua del río al mediodía se tornaba bermellón como barro cocido. Alegre y juguetona, cantadora incansable de tonadas campesinas.
Las visitas del maestro a casa de Canor, padre de Camelia y María Josefa, se fueron haciendo más consecutivas al anochecer. María Josefa era la mayor de las hermanas y tenía amores con un mozo llamado Agustín, campesino pobre y jornalero. La madre de las muchachas había muerto ya. Canor era bajo de estatura pero robusto, fuerte, ancho de espaldas y con manos poderosas acostumbradas a las faenas brutas de los desmontes y labranzas. Hombre sin tierras como tantos, vivía de los jornales ganados en la hacienda de don Fulgencio Arreóla, el terrateniente que tenía su residencia rural a una legua de Miraflores y era poseedor de muchas caballerías de tierras, lo cual lo hacía amo y señor de los campesinos de allí y de otras aldeas.
—Ya el preceptor anda embramado con la Camelia de Canor.
—¿No decían que al maestrito Reyes no le gustaba emberrincharse con las chavalas de la aldea?
—¡Que la Camelia tiene suerte: el preceptor anda loquito por ella!
—Ahora el compa Agustín ha encontrado pareja para visitar a Canor.
—¿Y usté cree que el preceptor se pueda casar con la Camelia, no será solamente para hacerle “la caída”?
—Eso es cuestión de adivinar...
En el paso del riachuelo se hacían los comentarios sobre el acontecimiento de los amores del maestro Lucas con la hija menor de Canor. El paso del riachuelo donde lavaban las mujeres, se bañaban todos y se recogía el agua para los menesteres domésticos, era el lugar donde se conversaba de todos los sucesos, se inventaban los chismes, se propagaban los díceres de la comunidad. También en ese lugar y en su camino se daban citas los enamorados y todos los sitios estaban pletóricos de reminiscencias inolvidables quizá para todos los aldeanos, desde los abuelos hasta los adolescentes, hombres y mujeres.
Agustín era un mozo de mayor edad que Lucas. Se habían hecho muy amigos como consecuencia del noviazgo de ambos con las respectivas hermanas. Amigos de íntimas confidencias y de estimularse mutuamente los sueños románticos y las esperanzas. Después de salir de la visita reglamentaria por la noche, ambos se quedaban hasta tarde en el patio de la residencia del maestro o en el campo de fútbol, forjando ilusiones, haciendo proyectos venturosos, comentando las alternativas propias de los amores juveniles cuando se es susceptible de penas y alegrías por una simple palabra o una incomprendida mirada. La intimidad sincera y fresca de los dos amigos iba cada día en aumento en igual forma que aumentaba la querencia de las dos hermanas.
Lucas se enamoró perdidamente de Camelia y ella le correspondió de la manera más limpia y absoluta, propia del corazón campesino incontaminado de la podredumbre de las grandes urbes. El apasionamiento era mutuo y ella solía llegar ahora con frecuencia hasta la vecindad de la escuela y, algunas veces, cuando los niños salían, se acercaba hasta la ventana a conversar con él. Para Lucas la presencia de Camelia en la ventana era muy deseable por grata, pues se hacían posibles los rosarios de besos disimuladamente. Algunas personas los sorprendieron acariciándose, pero con una comprensiva complicidad se hacían los indiferentes como si no tuvieran ojos. Y era que los campesinos de Miraflores aprobaban aquel romance y hasta el propio Canor con su seriedad de ídolo de piedra en el fondo daba su aprobación a los amores de su hija.
—Quien quita —se decía— este muchacho haga mérito de mi hija. Vaya uno a saber lo que piensa su cabeza y le obliga el sentimiento. La muerte viene no cuando se la llama sino cuando a ella le da su santa gana. ¡No es mal muchacho, digo yo! Que hijo de madre buena es, dice la gente que lo conoce. Dios dirá, lo que mejor convenga.
Lucas Reyes, en efecto, estaba loquito de amor como decía la gente en el paso del río. En las noches tranquilas solía dar rienda suelta al potro de su imaginación juvenil. Pensaba casarse con Camelia. Todo en ella era maravilloso, hasta su modo de escribir con tantos errores de ortografía que a veces, más que leer, adivinaba o suponía lo que ella le quería decir. Cuando fuera su esposa la enseñaría allá en la ciudad, porque pensaba llevarla a casa de su madre quien, seguramente, la amaría como amar a una hija. La cuestión real de la vida matrimonial aparecía a los ojos de Lucas como al través de un cristal rosado cuando no azul de romántica belleza. Ya no recordaba por qué en vez de estar en la Escuela Normal se encontraba allí en Miradores ganando cuarenta lempiras al mes y que buena parte tenía que cobrar en especie en tiempo de cosechas. Y esos sueños primorosos que contaba a Camelia con insólita ternura, embriagaban de ilusión también al corazón sencillo de la zagala.
Se aproximaban las fiestas patrias y Lucas con gran entusiasmo preparaba un programa cultural con sus alumnos y con los jóvenes campesinos de ambos sexos, incluyendo, naturalmente, a Camelia. Habrían muchas recitaciones, canciones y bailes folklóricos y el drama teatral “Los Conspiradores”, de Luis Andrés Zúñiga. A Lucas le gustaba el teatro y las recitaciones de los alumnos, él mismo las escribió en honor a la festividad nacional del aniversario de independencia. Estaban en él muy vivos los días de la escuela primaria.
Faltaban aún dos semanas para la fecha y los preparativos avanzaban. Realizaban los ensayos de las obras artísticas en la escuela y a puertas cerradas, lo cual constituía jubilosas reuniones con música y alegría bajo la dirección del maestro Reyes. Los aldeanos colaboraban voluntariamente para la fiesta y todo anunciaba que en ese año sería la celebración más grandiosa. No obstante, en esta tarde ha sucedido algo extraordinario que ha conmovido a todo Miraflores, amenazando con la anulación de todo el programa cultural. Habían comenzado a llegar los jóvenes y los músicos al ensayo cuando corriendo vino hasta la escuela Agustín, sudoroso y preso de gran excitación. Llamó a Lucas aparte y le habló en secreto:
—¡Compa Lucas, se han llevado a la Camelia del patio de su casa!
El maestro rural quedó sin comprender, pero se replegó en sí mismo como para evitar un golpe. Un presentimiento doloroso le cortó el aliento y solamente pudo decir:
—¿Quién se la ha llevado?
—¡Román Arreóla, el hijo menor de don Fulgencio el hacendado!
—Pero, ¿cómo se la ha llevado? ¿Qué quiere decir con eso?
—¡Ay, compa Lucas, entiéndame! ¡Digo que se la ha llevado, que se la ha robado por la fuerza! ¿Me entiende? ¡Que se la ha llevado para hacerla su mujer...!
—¡Pero si Camelia es mi novia!
—¡Era, compa, era su “jalona”! ¡A estas horas quién sabe en qué monte la estará desvirgando!
Y ante la incredulidad de Lucas contó los sucesos que habían pasado minutos antes en la casa de Canor.
—Ese Román es un bandido, como es hijo de don Fulgencio hace y deshace en todas las aldeas del valle. Para él no hay autoridad porque las autoridades lo protegen. No es la primera vez que se lleva a una muchacha por la fuerza, sólo porque a él se le antoja hacerla su mujer. Pues hace un rato vino a la casa de Canor. Este no estaba. Tampoco María Josefa. Montado y con revólver, “bolo” como siempre anda, llegó a la puerta sin desmontar. Llamó a Camelia y le pidió agua para beber. Ella le llevó en una cumba. Cuando se la entregaba, él la agarró del brazo fuerte mientras con la otra sacaba la pistola apuntándole al pecho. “¡Hoy te vas conmigo, sino te mato!” Ella gritó resistiéndose, pidiendo socorro, pero Román la elevó en vilo y la puso atravesada por delante en la montura. Hizo un par de disparos al aire porque unas vecinas llegaban corriendo y gritando y partió al galope por el camino de la hacienda.
—¡Es mi novia, Agustín! ¡Mi novia Camelia! ¿Qué hago, qué hago?
Varias personas llegaron corriendo dando voces altas, asustadas e indignadas. Traían también la noticia terrible.
—¡Maestro Lucas, se han arrastrado a la Camelia!
—¡Román Arreóla se la llevó por la fuerza de la puerta de su casa!
—¡Ay, preceptor, que le han quitado su “jalona” a punta de pistola!
—¡Qué bandido, arrastrarse a la novia suya! ¡Ay, qué desgracia!
Al poco rato el patio y la escuela estaban llenos de hombres y mujeres campesinos. En vez de ir a presentar su airada protesta y sentimiento a Canor, el padre ofendido y ultrajado, venían a donde Lucas a quien, sin duda, consideraban mayormente afectado por el agravio vil del hijo del terrateniente. La indignación de Lucas era indecible pero no podía explotar contra nadie. Quizá pudiera conseguir un revólver e ir en busca del criminal violador, pero Agustín lo disuadió con argumentos de gran peso. El golpe estaba dado con alevosía y ya no podía desquitarse. ¿Para qué intentar recobrar a Camelia después de que el granuja se la había llevado al monte y mancillado su honra? Ahora ya no debía pensar en ella, quedaba solamente el desquite de hombre a hombre: lavar la afrenta con sangre. No debía pensar en ella pero sí en su venganza y para eso, Agustín y todos los jóvenes estaban dispuestos a prestar su colaboración aún arriesgando su propia vida.
Ese día no hubo ensayo en la escuela. Por la noche, Lucas acompañado de Agustín estuvo en casa de Canor como siempre y poco faltó para derramar lágrimas ante el llanto de María Josefa y ante aquel silencio de piedra de la dignidad ultrajada en que se había atrincherado el padre de su amada. Este solamente le había dicho al llegar, contestándole: “Ya ve usté cómo los Arreóla han pateado mi nombre”. ¿Cómo no desear Lucas Reyes encontrarse con Román en igualdad de condiciones para dirimir el ultraje con el coraje de hombres? ¿Cómo no sentir el pecho apretado de angustias y en la garganta y la boca el amargo veneno del odio que, sin poder ser escupido contra Román, era tragado por él mismo causándole daño en el alma? ¿Cómo poder seguir apretándose los lagrimales para evitar que la gente viese su llanto de llamas?
También se mantuvo silencioso en la casa de Canor y fue hasta que tirado en la cama de lona, bajo las sombras de la noche, ya sin fuerza para resistir la explosión de su pena, cuando Lucas ya sin hacer resistencia se deshizo en llanto contenido, suave, sin ecos externos. Eran sus últimas lágrimas de adolescente enamorado y las primeras lágrimas de hombre golpeado por la iniquidad de los destinos, por la infamia truculenta de los poderosos.
El joven maestro estuvo a punto de poner su renuncia como director de la escuelita y huir de aquella aldea donde todo le recordaba la presencia de Camelia y el ultraje sin nombre. Pero sus amigos jóvenes le convencieron para que desistiera de su propósito porque Miraflores le necesitaba para enseñar a la niñez. ¿Por qué abandonar a la demás gente que, tanto como él, se sentía ofendida en el alma por la acción canalla del hijo del terrateniente? Por lo menos debía concluir el año escolar. En Miraflores todos los campesinos le querían y ahora le comprendían mejor sabiéndolo sangrante de una herida tan costosa de cicatrizar. Y Lucas Reyes se quedó en Miraflores, despojado de sueños y preñado de rencor y odio.
Se reanudaron los ensayos. Los papeles que iba a representar Camelia le fueron dados a otra muchacha que se ofreció de voluntaria.
Las fiestas patrias de ese año tuvieron gran resonancia y esplendor a pesar de los sucesos que precedieron. Hubo alegría popular. Los campesinos echaron la casa por la ventana sintiéndose orgullosos de su escuelita que con tanta abnegación iban superando bajo la dirección de Lucas Reyes. De muchas otras aldeas llegaron atraídos por los rumores del programa a realizarse, y todos se sentían contentos.
La noche de la velada artística en que representaban “Los Conspiradores” se reunió enorme cantidad de campesinos. Amenizaba una orquesta con sones de la tierra y del recuerdo. La gente alborozada reía, cantaba, aplaudía a los intérpretes que sobre un tablado hacían su representación. En un momento cuando Lucas, que tenía uno de los principales papeles del drama, hacía uso de la palabra como Capitán del General Morazán, en medio del silencio del público se oyó una carcajada alta y burlesca que hizo a la gente volver a ver hacia atrás. El propio Lucas calló por un momento pero luego continuó actuando como indiferente. Varias voces decían:
—¡Es Román Arreóla el hijo de don Fulgencio!
—¡Ha venido Román el que se robó a la Camelia!
—¿Qué hará el preceptor ahora que se encuentren?
—¡Ay, Virgen Santísima, que no se nos arruine la fiesta!
—Román anda borracho montado en su caballo con revólver y fusil; se ve que viene a buscar camorra.
—No, es que él sabe bien lo que ha hecho y lo que puede venir.
Pero nada sucedía y la velada continuó hasta su final con griterío y aplausos y música. El único que se retiró antes de terminar fue Canor, el padre de Camelia, que vivía metido en un silencio de piedra. El caballo de Román se oía galopar por los caminos y patios de las chozas y su risa de ebrio resonaba a ratos como trotar de potro. Agustín secreteaba con otros jóvenes mientras Lucas, desde el escenario rústico, sobreponiéndose a la bulla, invitaba a los campesinos a pasar a la escuela a disfrutar del baile que los jóvenes habían organizado. Entonces volvió a ser interrumpido esta vez por la carcajada del trotar de un caballo, el caballo de Román. Lucas calló y todos los rostros buscaron hacia atrás la presencia temida del hijo de don Fulgencio. Pero nadie lo vio. El caballo corría esta vez solo, sin jinete, con el fusil prendido de los jinetillos, como queriendo corcovear.
—Qué raro que a Román lo haya botado el caballo, ¿será que anda tan borracho como para no contenerse en la montura?
—¡Ataja ese caballo, Agustín!
—¡Que lo ataje su dueño o la puta que parió al dueño!
Pero otros le salieron al paso y agarraron el caballo agitado de correr. Alguien con asombro gritó:
—¡Tiene sangre la montura!
La gente quedó suspensa como clavada en su sitio. Poco después varias personas se aproximaban curiosas y Lucas y Agustín entre ellas. Y vieron: sangre era, mas sangre negra como de hierro oxidado. Lucas sintió como que el corazón le saltaba golpeando como un puño. ¿Qué habría pasado al jinete? Los campesinos de nuevo se arremolinaban en el patio de la escuela y llamaban al maestro para que fuera a comenzar el baile. La orquesta tocaba un sique. ¿Con quién lo iba a comenzar si ya no estaba Camelia para apretarse a su talle? Y otros gritos por la noche sembraron el maíz del suspenso:
—¡Han matado a Román Arreóla en el patio de una casa!
—¿Qué? ¿Quién lo ha matado? ¿Dónde ha sido eso?
—¡En el patio de la casa de Canor! ¡Nadie sabe quién fue! ¡Tiene la cabeza partida de un machetazo de órdago!
Corrieron muchas gentes para ver el muerto. También fueron Lucas y Agustín y María Josefa. No era mentira. Román Arreóla estaba allí cara al cielo con los ojos abiertos y aun más abierto el cráneo por una herida fantástica.
—¿Quién lo mató?
—Este fue el que se robó a la fuerza a Camelia la hija de Canor.
—... la novia del preceptor. ¿Quién sería?
Por primera vez en Miraflores nadie dijo ante el muerto “Dios te perdone”. Y regresaron de nuevo a la escuela para comenzar el baile con que los jóvenes celebraban la fiesta de la patria. Pero todos los que lo vieron coincidían en un mismo comentario: que la sangre de Román, el hijo de don Fulgencio, era negra como de hierro oxidado.